En Montevideo, tomo el ómnibus casi todos los días.
El nombre ómnibus todavía me da risa después de dos meses. Para pronunciarlo en español, a diferencia de en inglés, hay que juntar los labios bien cerca y hacerlos redondos. Además, como la “b” queda suave, la palabra sale de la boca como un murmullo. Aparte de esto, no conocía “ómnibus” en este contexto antes de venir a Uruguay. La palabra para el ómnibus que aprendí del libro de texto de español es “autobús”, y solo había escuchado “ómnibus” en una clase de estadística, “la prueba ómnibus.” Para explicar el concepto de que una prueba ómnibus solo identifica una diferencia significativa entre unos promedios pero no especifica entre cuáles dos, la profesora nos dijo: “Imaginate un ómnibus. Es para to——dos.” No sabía que realmente existía.
Es bastante tranquilo viajar en ómnibus acá. A veces se escucha el ruido afuera y la radio, a menudo el rock americano, pero en volumen bajo. Adecuadamente añaden un poco de sonido de fondo para que el silencio no nos moleste y deje que cada pasajero se sumerja en su propio mundo a gusto.
Pero a veces esta tranquilidad se rompe con la voz de un vendedor o un músico callejero que acaba de subir al ómnibus. De repente toda la atención se focaliza en una persona.
He visto a un hombre con lentes y sandalias que llevaba un saco de calcetines de colores brillantes. Los distribuyó a todos los pasajeros para que los tocaran con la mano. La mayoría se los devolvió después de un rato. Algunos los guardaron y le dieron la plata sin necesidad de decir nada. Me recordó “el viaje de la primavera” que tenía con mi clase cuando era más chica, las excursiones de un día organizadas por las escuelas en China cada semestre. Los mejores momentos de los viajes no estaban en el destino, sino en el ómnibus. Sacábamos los tentempiés que habíamos comprado la noche anterior con los padres—la única situación en que podía comprar tantos como quisiera—y los compartíamos con toda la clase, pasándolos de la primera fila del ómnibus a la última y luego a la vuelta. Pero fue mi primera vez ver algo así en un ómnibus público.
También vino una vez una pareja que vendía un tipo de juguetes chiquitos. La mujer los mostró a los pasajeros y recogió la plata; el hombre estuvo de pie en el centro del ómnibus, tirando las frases en voz alta, monótona sin pararse para tomar aliento durante unos minutos. No entendí mucho de los detalles. Se veía que estuvo contando los problemas de la generación nueva para llegar a la conclusión que este juguete era importante.
Algunos vendedores no llaman tanta atención. Ayer un hombre grande subió al ómnibus y se apoyó contra el tablón detrás del asiento del chófer sin moverse más adelante. Si no hubiera llevado muchos cinturones en los hombros y una bolsa grande, no me habría dado cuenta de que era un vendedor. En vez de empezar con un grito, “¡Buenos días a todos!”, sacó una linterna de cabeza de la bolsa y se la puso en la frente, como un niño que esté explorando su juguete nuevo solo. Después de ponérsela bien, empezó a hablar, despacio y en voz baja, cansada. Parecía que solo estaba dirigiéndose a las primeras filas, donde yo estaba sentada. No había mucha gente. Miré al único pasajero cerca de mí; ella estaba mirando hacia afuera. Me sentía obligada a responderlo por lo menos con una mirada, como si fuera la única audiencia de un monólogo durante los unos minutos. El poco de incomodidad terminó con sus últimas palabras: “...¿Ta? Muy importante, ¿no? Cien pesos cada uno. Vamos. Muchas gracias”.
Lo que me gusta más son los músicos que cantan o tocan un instrumento en el ómnibus. Algunos llevan una guitarra y un bolso, otros los pantalones tipo pijama o el pelo medio-largo. Con el paso del tiempo, ahora cuando veo a los que van directamente al espacio vacío en el centro del ómnibus y se paran allí, sé que son ellos. La mayoría canta las canciones folk. Cantan al pelo largo de las chicas, la renuencia de la despedida, con una voz que penetra el ómnibus y el trayecto. Los buenos reciben un gran aplauso y muchas monedas cuando dan una vuelta después. Luego agradecen al chófer y bajan por la puerta de frente. Una vez bajé con un chico que había cantado en el ómnibus. Andaba ligero a mi lado con las manos vacías. Pensé que quizás no viviera de la música y sólo cantara mientras viajaba porque quería.
Estaba curiosa por saber si ellos necesitaban pagar el billete o avisar al chófer cuando subían al ómnibus, pero siempre los notaba demasiado tarde.
Hoy estaba atrás de la cola antes de subir. Apareció a mi lado un hombre chico, flaco y moreno, con la cara medio cubierta por una gorra y la ropa un poco raída. Se quitó la gorra, estiró el cuello y gritó al chófer: “¿Me permitirías cantar?” No escuché la respuesta. Vi que se puso la gorra de nuevo, se dio una vuelta y se fue.
Y empezó a tararear una canción, en voz alta, que pronto se perdió entre la gente.
Me arrancó una sonrisa mientras seguía subiendo al ómnibus con el resto de la gente.
2014 Montevideo, Uruguay